¡Cuantas noche viejas he vivido nada menos
que setenta ocho. De todas ellas hay una que me quedó en el recuerdo.
De
niña, en la posguerra, mi cena de noche vieja era unas manzanas asadas de la
huerta, unos pimientos con morcilla
entre ellos. En mi juventud, a ese mismo menú se le añadía unos chicharros. Ya
de casada, la cosa cambio, a peor, la noche vieja no era la mía, si no la de mis
hijos; a mí me tocaba cocinar.
Hubo
una que se me quedó gravada, ¡entre tantas! Alguna tenía que salir bien.
Los
hijos eran pequeños, vivíamos en una casa vieja, tenia un portal muy grande y aquella noche vieja
habíamos
puesto el árbol en él
Aquel
año la paga extraordinaria nos llegó ‘milagro! para comprar regalos, creo que
fue la primera vez que yo tuve uno.

Además
nevó, mirando través de la ventana la nieve, fui feliz.
La
parra junto a la casa parecía de plata, el fresno grande que estaba al otro
lado de la carretera aquella noche resplandecía cargado de nieve. Todo estaba
blanco y aquella luz que emanaba de la nieve se me metió en los ojos y en el
alma.
Esa
fue la noche vieja mejor de mi vida. No fue noche de fiestas y serpentinas pero
fue como una bocanada de aire cálido
que todavía conservo su calor en mi corazón.
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