sábado, 15 de junio de 2013

LA NOCHE VIEJA DE MI VIDA



   ¡Cuantas noche viejas he vivido nada menos que setenta ocho. De todas ellas hay una que me quedó en el recuerdo.
De niña, en la posguerra, mi cena de noche vieja era unas manzanas asadas de la huerta, unos pimientos con  morcilla entre ellos. En mi juventud, a ese mismo menú se le añadía unos chicharros. Ya de casada, la cosa cambio, a peor, la noche vieja no era la mía, si no la de mis hijos; a mí me tocaba cocinar.
Hubo una  que se me quedó gravada,  ¡entre tantas! Alguna tenía que salir bien.
Los hijos eran pequeños, vivíamos en una casa vieja,  tenia un portal muy grande y aquella noche vieja
habíamos puesto el árbol en él
Aquel año la paga extraordinaria nos llegó ‘milagro! para comprar regalos, creo que fue la primera vez que yo tuve uno.
Allí en el portal junto a las gallinas y al lado del árbol cantamos villancicos, cenamos (no me acuerdo que) cuando dieron las doce no comimos las uvas, no había, pero estábamos todos juntos; nos abrazamos nos besamos… no hubo cotillón ni baile, pero no hubiera cambiado aquella noche ni por eso ni por nada.
Además nevó, mirando través de la ventana la nieve, fui feliz.
La parra junto a la casa parecía de plata, el fresno grande que estaba al otro lado de la carretera aquella noche resplandecía cargado de nieve. Todo estaba blanco y aquella luz que emanaba de la nieve se me metió en los ojos y en el alma.


Esa fue la noche vieja mejor de mi vida. No fue noche de fiestas y serpentinas pero fue como una bocanada de aire cálido   que todavía conservo su calor en mi corazón.

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